La humildad
Antes de la pandemia, la época navideña era un ir y venir de tiendas y compras, de visitas y compromisos, la familia, las cenas, la fiesta de Nochevieja...Pero el virus ha cubierto con un velo de silencio este tiempo antes bullicioso e inquieto. El silencio del temor y la preocupación, a pesar de que las vacunas han logrado paliar en buena medida los miedos de las navidades de 2020. Nos seguimos preguntando, cuando tenemos un rato para meditar, si la pandemia nos hará mejores. Si aprenderemos alguna lección. La inevitable sensación de "apocalipsis inminente" tendría que hacernos más humanos, más solidarios y fraternos, menos egoístas. Y sin embargo, por desgracia, vemos que los peores vicios de siempre ahora se han hecho más evidentes.
A veces pienso que la clave de todo reside en la humildad. Dios se encarnó en un pequeño ser, vulnerable, ignorado por el mundo, en un pesebre de Belén porque José y María no pudieron tener ni una posada para él. ¿No debería nacer Dios en un palacio, con sirvientes y los mayores lujos?, ¿no merece el más grande de todos los seres un sitio "digno" para encarnarse? Y sin embargo, allí, en lo escondido, con el calor de unos animales y metido entre pajas, vino al mundo el Redentor de los hombres. De todos los hombres.
Esa humildad de Cristo, que resulta conmovedora en su nacimiento, fue realmente una constante en su vida. Y contrasta fuertemente con la soberbia que caracteriza nuestro tiempo, tan lleno de pequeñeces absurdas que desbordan nuestra empatía y nos hacen enemigos unos de otros. La "competitividad", tan deseable cuando se busca un objetivo común, termina siendo a veces un elemento de permanente disputa, de egoísmo, e inevitablemente de soberbia. De creernos superiores a los demás.
Decía Ortega que "al encarnarse Dios, la categoría del hombre se eleva a un precio insuperable; si Dios se hace hombre, hombre es lo más que se puede ser". La pandemia ha demostrado que somos muy pequeños, que el egoísmo no sirve para casi nada, y que los logros que se consiguen cuando nos juntamos resultan a menudo impresionantes. Pero hemos de abajarnos para reconocernos en el otro. Hemos de jibarizar nuestro ego para saber ver lo bueno de los demás.
La Navidad nos recuerda que todos traemos una dignidad de origen. Que nadie es más por sus riquezas ni por sus títulos o grandezas, sino que todos venimos heridos por el pecado original de la soberbia, de querer ser pequeños dioses egoístas e injustos. Sin embargo, Aquel Niño envuelto en pañales vino para curarnos la herida y regalarnos la redención, la posibilidad de cambiarnos nosotros para cambiar el mundo. Sólo tenemos que seguir su ejemplo y ejercitarnos en la humildad y la sencillez.
Les deseo una muy Feliz Navidad a todos los lectores de este periódico mensual, y a todos los que lo hacen posible.
Que nadie nos robe la paz interior. Juntos podemos conseguir que las amenazas de hoy sean los logros del mañana.