Establecida la desigualdad ante la ley gracias a los indultos, se abre una carrera por ver quién es más igual y quien lo es menos. En un estado de Derecho suceden estas cosas. Cuando derribas un principio el edificio se viene abajo. Hemos cambiado la fuerza de la ley por la conveniencia política. O como diría Pascal, como no había forma de que lo Justo fuera fuerte hicimos que lo fuerte fuera lo Justo. Así que no es de extrañar que Otegui pida la salida de todos los presos a la calle.

Los criminales ven llegada su hora y en justicia, según el criterio que ahora se maneja, los sediciosos que eligieron la fuga a Suiza o a Bélgica deberían regresar sin cargos ni cargas a esta nación en la que la ley ha sido sustituida por la apetencia.

No se ve, por tanto, un argumento de fuerza con el que decirles que no. Si a Cuixart se le ha aplicado un indulto a pesar de que el muchacho no lo quería, si se le ha “condenado” a la libertad, si ha sido excarcelado a su pesar, lo cabal es que la gracia gubernamental alcance a todo aquel recluso que tenga un padrino político con músculo suficiente como para abrir la celda. Todo en beneficio de la concordia y de la convivencia. Porque lo que arruina nuestra vida en común es el hecho de que unos salgan y otros se queden en el trullo. Ahora la secesión tiene toda la razón de su parte para reclamar el regreso de Puigdemont en olor de multitud y libre de problemas. Y cada uno de ustedes, lectores, búsquense el amparo de una buena banda que defienda sus intereses y que tenga fuerza.

Ya ven cómo triunfan algunos que han llegado a declarar que el delito es querer escolarizar a sus hijos en español. Eso si que es reventar nuestra sublime convivencia. Eso si que debe estar perseguido y desamparado. En la hora estelar de los convictos se abre la carrera del privilegio. Rotos los pactos básicos es el momento de preguntarse si los reconstruimos sobre una base legal o nos conviene mejor un caos muy rentable.