Animado por las enhorabuenas de Hamás, el gobierno de la nación se ha convertido en un agitador callejero. Lo que empezó en las provincias vascongadas como una nueva intifada, patrocinada por los muchachos de la kale borroka, hoy a punto de la jubilación, se ha convertido en una política de estado. La contribución de España a la paz en oriente próximo consiste en el viaje de una flotilla de flautistas de feria por el Mediterráneo y la interrupción de la Vuelta a España.

Nadie en su sano juicio se atreverá a organizar una competición internacional en nuestro suelo mientras tengamos un gobierno capaz de llamar al boicoteo y alentar y jalear a los que lo practican. Ya lo dijo Sánchez en aquel lamento con el que reconoció que no tenemos armas nucleares. De haber dispuesto de bombas atómicas, el gallo de la Moncloa habría sido otro. Como no tiene fuerza, se dedica a la guerrilla y anuncia un embargo de armas que no termina de cumplir, porque la realidad es que dependemos de Israel para la defensa de nuestras fronteras, para equipar a nuestros aviones, y para entrenar a nuestros pilotos. Se trata de un divorcio imposible. Sánchez nunca ha sido coherente. De haber tenido esa virtud que en política es inútil, habría declarado la guerra a Tel Aviv, y habría dispuesto nuestra fuerza en la costa de Gaza. No es el caso. Sánchez se limita a la propaganda, a la algarada, a animar a esa partida de la porra compuesta por veteranos de la kale borroka y yihadistas amigos de Hamás para que tumben a un grupo de ciclistas y conviertan la ceremonia del podio en un acto clandestino. El más perjudicado por estas maniobras de trilero macarra no es Israel sino el interés nacional. La guerra sigue, indiferente a Sánchez, mientras nuestra reputación se iguala a la de Hamás, que como saben, es insuperable.