Hace unos años nos deslumbró la que se llamó “cocina molecular”. Era un catálogo de esferificaciones y procesos químicos en los que se jugaba con la densidad y el calor para crear una cocina que tenía mucho de circense: el más difícil todavía. El comensal, deslumbrado, se preguntaba no por el sabor y el origen de los ingredientes sino por el cómo se había conseguido envolver unas avellanas en una piel de cristal azucarado.

En aquella moda, los cocineros que trabajaban los caldos con paciencia y que buscaban el acorde armonioso en una receta compleja, parecían estar fuera de juego, desplazados por la moda, arrumbados en el cuarto de los trastos viejos.

Hace un par de semanas abrió en Madrid VelascoAbellà, el restaurante de dos grandes de la cocina: Óscar Velasco y Montse Abellà. Comenzaron en Racó de can fabes con Santi Santamaría. Abrieron su delegación en Madrid, y estuvieron al frente de Sant Celoni durante veinte años. Después de tres años de meditación y espera, han abierto por fin su propia casa. Y en VelascoAbellà su cocina es sincera y directa: priman sobre todo el sabor de las cosas, y potencian el producto hasta convertir, por ejemplo, una humilde caballa, en un bocado que contiene todo el mar. Cocinan aquí con la libertad plena del que se puede atrever a desafiar los cánones del gusto. Todo lo que ponen en la mesa lleva su firma. Han creado una fórmula para que todos los presupuestos puedan sentirse cómodos en la mesa. Pero lo más importante de este regreso triunfal es que nos enseñan que los caminos no tienen porqué seguir las modas, que lo que dura, lo permanente, tiene detrás un trabajo continuo, a veces discreto, otras silencioso, en busca de una verdad, que en este caso es la de la gastronomía. Esa es la gran lección. Moda, dijo Coco Chanel, es lo que pasa de moda. Y hoy aquella cocina molecular está en un museo, y en la mesa comemos unos callos con tripa de bacalao que son un milagro.