La noche del 23J demostró, si hacía falta pruebas, que las batallas que se dan por ganadas suelen terminar por darse perdidas. No sé quién diseñó la campaña de Feijóo, tampoco importa. Pero lo cierto es que desde que terminara el primer debate, el único al que asistió, en el equipo popular dieron la victoria por ganada. A partir de aquel momento la estrategia consistía en no equivocarse demasiado y esperar a que el mayordomo tocara la puerta en la noche del voto para servir en bandeja un éxito seguro.

La decepción fue del mismo tamaño que la esperanza de echar a Sánchez y terminar con años de gobierno mendaz, entregado a los separatistas, y con una legislatura que corrompió a las instituciones, desde el Tribunal Constitucional a la fiscalía. Una vez más se despreció al adversario, se pensó que la cara desencajada de Sánchez ya era la derrota en sí misma. Contaban con la mayoría absoluta, en solitario o con los de Abascal, sin advertir que hasta el final todo es partido, y que un jugador de baloncesto opera siempre con la mentalidad de que el último minuto es clave en partidos que discurren por el filo del empate.

El PP obtiene de nuevo una victoria amarga. Lo fue aquella primera de Aznar, pero las matemáticas de aquella ocasión permitían el gobierno. Las de esta, lo hacen casi imposible. Hemos regresado a 2016, el año de ingobernabilidad. Con la diferencia de que ahora, en 2023, el voto socialista, crecido en dos escaños, ha legitimado la obra del felón, ha refrendado la larga lista de atropellos y traiciones, desde los indultos a la rebaja penal de la secesión. Ahora es más posible que hace unos años ese pacto con Bildu, las cesiones al separatismo catalán, la ruptura de España por la vía de un referéndum. Sánchez está ante la segunda oportunidad, consciente de que la primera no le ha pasado factura.