Sucedió en verano, y ya saben que las cosas que pasan en agosto tienen ese aire distante, de lejanía, de ligereza, de ficción. La luz se cotizaba a precio de merluza mientras los americanos anunciaban su retirada de Kabul, que es como anunciar la derrota en una guerra de más de veinte años. Ahora Afganistán la controlan los chinos y los rusos, que han aprendido que el dominio de las materias primas es la continuación de la guerra por otros medios. Afganistán es esa pieza del “gran juego” del Monopoly que es Asia central, un punto estratégico que se financia con el opio y que sirve como base para dominar una región rica en recursos y gobernada por la furia.

La retirada fue caótica y vergonzosa, y apenas adornada por algún gesto de valentía, como el de ese embajador español, cesado antes del desastre (¡qué ojo tiene Sánchez!) y que cumplió con su deber. Cumplir el deber se ha convertido en estos tiempos en motivo de cuadro de honor, como haber leído el Quijote es ya por sí solo una razón para acceder a la Academia.

Del abandono de Afganistán a su propia suerte tendremos noticia trágica porque estos pozos inmundos tienen una gran capacidad para extender la barbarie. El talibán es un sujeto que no se conforma con lapidar a su mujer si la ve estudiar literatura clásica. El talibán es un sujeto kantiano, que pretende extender al resto del mundo el rigor de su ley, porque esa es la única forma de que en su casa le dejen en paz. Y occidente se pliega mientras deja en la cuneta, a punto de ejecución, a cientos de afganos que creyeron que la democracia era posible con un poco de ayuda exterior. La historia se ha plegado este verano en Asia, mientras Sánchez dormía la siesta en alpargatas.