Ha pasado poco más de un mes desde que Trump tomara posesión, y ya casi todo ha saltado por los aires: se anuncia un acuerdo de paz en Ucrania, y la OTAN ha saltado por los aires, mientras Europa todavía no sabe qué quiere ser de mayor, y vacila entre los equilibrios imposibles de Macron y el infantilismo populista de Sánchez, nuestro Sánchez, rodeado por todos lados de corrupción y envuelto en el traje de sus mentiras.

A Trump le acusan de mentir, como si ese vicio fuera una invención del hombre del pelo amarillo. Es cierto que lo practica con fruición, pero eso ya no mueve el voto del electorado, como sabemos bien. Mentir forma parte de un mundo en el que ha triunfado la ignorancia, en el que buena parte de la opinión pública prefiere no saber, o que le engañen. De lo que se trata ahora es de cuánto cuesta la mentira, qué precio pagamos por ella. Y en los Estados Unidos, los electores decidieron que las falsedades de la ideología woke y las trolas de Biden y la banda de los Clinton, eran más costosas y afectaban a cuestiones elementales de base, como la atribución de sexos, y la presencia de señores con genitales masculinos en el vestuario de las señoras.

Aquí en Europa hemos vivido en el espejismo de que no teníamos que pagar por nuestra seguridad (defensa) y que tampoco tenía coste nuestro invierno demográfico, o en las supercherías del multiculturalismo, que promete una convivencia ordenada entre culturas divergentes. Nos han engañado con la emergencia climática y las leyendas de la cooperación. Estamos a un paso de descubrir el precio. Apenas asoman estos días los destinos de un dinero que España ha enviado a países que necesitan ayuda, y que se han quedado (esos fondos) en propiedades de notables de nuestra clase política. No son los bulos, es lo que nos roban.