El regreso envenenado
Regresó el emérito para unas regatas, se organizó el circo y volvió a sus cuarteles árabes. Antes de tomar el avión para volver al golfo se pasó por el palacio de la Zarzuela a decir cuatro cosas. Uno tiene la impresión de que el rey que fue anda suelto, que nadie le pone la brida, y que ha convertido su agenda en su real gana. Una forma de hacer pagar a todos por aquella fuga orquestada por Sánchez y Carmen Calvo, a la que la Casa Real no supo oponerse, no quiso o no pudo.
Observo en algunas miradas del emérito ante las cámaras un rencor viejo y enconado, un resentimiento solidificado que no se va disolver con facilidad. Con las relaciones familiares rotas en mil pedazos, a Felipe VI le complican las cosas, en el peor momento de su mandato, cuando la izquierda, desde el poder, medita los movimientos para darle jaque mate.
No se dejen llevar por las impresiones de unos cuantos españoles que gritan en la ribera del mar su adhesión inquebrantable al emérito. Forman parte del circo, y son como esos curiosos que se asoman a una ejecución para jalear al reo antes de que le corten la cabeza. Al emérito se le debe mucho, sin duda, pero en la política importa solo el presente, y el futuro y el ayer se confunden en un ahora que el público interpreta a cada minuto. La escena del regreso del emérito no puede ser más patética. Primero por él, apartado de su familia, convertido en un peso muerto de un velero apodado Bribón. Después por Felipe VI, cuya imagen no transmite la autoridad que se le supone en un momento crítico como este. Ni siquiera Letizia, que en otro tiempo puso firme al emérito, tiene ahora vara alta a la hora de domesticar el comportamiento errático y torero del abdicado.