Ha sido un verano a pedales. Desde hace ya unos años paso agosto subido a una bicicleta, recorriendo comarcas, de España y de otros países de Europa. Desde el sillín, mientras ves pasar bosques y viñedos, se piensan las cosas con una perspectiva sosegada, más atenta a los detalles que cuando se viaja por las autopistas del continente. Este verano la ruta nos llevó por Francia. Es inevitable sentir envidia del campo francés del Loira o la Borgoña. Está habitado, disponen de grandes recursos de agua, bosques comunales de los que los municipios obtienen riqueza. Las leyes protegen a los productores locales, y el precio de la vivienda es ridículo, comparado con los nuestros.

Esto me llevó a una reflexión sobre nuestra situación. Nuestras élites han conseguido en unas décadas que tengamos un mercado de vivienda ahogado, un campo desprotegido, un ámbito rural vacío, una energía demasiado cara, y unos bosques que arden por los cuatro costados. Demonizaron el sector de la construcción, han prohibido ni siquiera hablar de la energía nuclear, y culpan de los incendios al fantasma del calentamiento del clima.

Las élites. El viejo problema de España. Sus ideas son ruinosas, pero nunca pagan el precio de políticas insufladas de ideologías averiadas. El precio lo paga el ciudadano. Han conseguido que la política sea una actividad en la que nunca te juzgan por los resultados, sino por las intenciones. El prestigio se gana con proclamas, nunca con planes eficaces. De los incendios del verano surgirán nuevas burocracias nacidas de una efusión de propaganda sin más objetivo concreto que el de pagar la nómina de unos cuantos militantes del partido. Y si las cosas no funcionan, si las alarmas no nos despiertan de la modorra, siempre habrá algún chivo expiatorio global a quien cargarle el muerto de nuestra ineficacia. La política, querido Sancho, se debe juzgar por los resultados, nunca por las intenciones.