Yolanda y la peluquería
Se ha hecho mucho ruido con lo que dijo Alfonso Guerra de la afición de Yolanda por las peluquerías. Ignoro cuántas veces va Yolanda al peluquero, pero compruebo a diario que Díaz utiliza el pelo, bien adornado de tirabuzones y de mechas, para ocultar sus carencias. Por ejemplo, un día se escondió tras su melena cuando una reportera británica le preguntó en inglés. Como Yolanda no entiende el inglés aunque lo hable el Príncipe Gitano, corrió la cortina de su pelo e hizo como que no estaba. Un gesto infantil que la delata.
Hizo lo mismo el día que tuvo que explicar lo que son las regulaciones de empleo temporales: bajó las mechas y se camufló en la selva de su pelo. Algo que no puede hacer Sánchez, y esa es la razón por la que cambia tanto de opinión, porque no puede ocultarse detrás de unas mechas doradas.
El peluquero es un elemento político, y ya es tan importante en España como en la Corea de Kim Jong. Sin peluquería, la vicepresidenta sería una nada sin ideas expuesta de manera obscena en el escaparate de la política. El peluquero de la Moncloa es el que nos libra de esa pornografía. Fue seguramente en una peluquería donde Yolanda alumbró su teoría de los tres tipos de amnistía, inspirada por la triple variedad de champús que aparecían en la repisa: para cabello seco, graso y normal. El marketing de la amnistía nació en esa hora, entre el ruido del vendaval de secadores, y con perfume de abrótano macho.
Y Yolanda, que sabe que el personal acepta de grado el lenguaje llano y la charla peluquera, se lanzó desde ese día a desafiar a los doctores en derecho, que saben mucho, pero no tienen pelo. Volviendo a lo de Alfonso Guerra, es muy probable que una parte de las tres horas que Yolanda y Carles emplearon en su cita de Bruselas se dedicara a intercambiar experiencias de peluquería. Es un milagro que el fugado haya sido capaz de mantener el mismo peinado tribal que gastaba en España, cuando la tendencia en los países bajos es muy otra. Por este esfuerzo también habría que recompensarle.