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Con las rejas sin fregar

Con las rejas sin fregar

Hoy el día amanece tranquilo. Aún es temprano y el silencio lo envuelve todo. Un pajarillo se atreve a romperlo con su trino y, después, se suman más a su canto. Aún tumbada en la cama, engullido mi diminuto cuerpo de niña por el colchón de lana, abro los ojos para tomar consciencia de dónde me encuentro y, entonces, sonrío. Es verano y estoy en el pueblo de mi madre, en casa de mis tías abuelas. Miro alrededor y voy reconociendo las paredes blancas de la habitación, las camas de forja, los marcos de las ventanas coloreados de azul y el alféizar de la ventana cargado de macetas que rebosan flores. Y junto a mi cama, en otra contigua, aún duermen mis hermanas. Pero yo no puedo dormir más, tengo demasiadas ganas de salir, de recorrer las calles empedradas, de ver si aún se atisba nieve en las cumbres de las montañas, y si este verano también hay carpas en la fuente del pilón en la plaza del castillo. Y es que veranear en el pueblo, allá por los años setenta, suponía vivir una auténtica aventura…

Allí, te sentías mayor. Tus padres te dejaban hacer cosas que en la ciudad resultaban impensables. Te daban libertad… libertad para salir sola a la calle, para reunirte en pandilla con los primos y los amigos, y jugar las largas tardes soleadas en la calle, hasta que el sol se escondía. Y siempre había que apurar hasta que se apagaba la última luz, del último rayo.

Y así, disfrutando de esta libertad, algunos días me dejaban ir hasta el bar de la esquina para comprar churros y porras para desayunar. En el bar de El Topo hacían las porras como nadie, bien grandes y fritas en abundante aceite de oliva. Siempre recién hechas. A veces tenía que esperar a que terminaran de freírlas, pero no me importaba, al contrario, disfrutaba viendo con qué maestría “el Topo” las movía con dos palos largos de madera, para ir enroscándolas sin que la masa se pegara. Era algo hipnótico.

Ya de vuelta, calle abajo, con los churros y las porras envueltos en papel de estraza marrón, saludaba a la señora Patro. Siempre sonriente, siempre cariñosa y siempre hacendosa, podando los bellísimos rosales que cubrían la fachada de su casa, o arremangada, fregando las rejas de sus ventanas, para que lucieran impolutas, sin una mota de polvo ni telarañas.

También íbamos a comprar la leche fresca a la lechería. ¡Cómo olía a vaca! Había que hervir la leche durante unos minutos y, después, cuando templaba, retirar la capa gruesa de nata que se formaba en la parte superior, y colar el resto para beberla endulzada con azúcar y, a veces, con un poco de canela.

En el pueblo la comida sabía mejor. Hasta el pan tenía otro gusto. Y siempre, para merendar, podíamos disfrutar de aquel pan de pueblo con un buen trozo de morcilla de calabaza, de queso de cabra o de chocolate, aunque éste último, en contadas ocasiones.

Algunos días íbamos a bañarnos al río. Para llegar hasta el agua había que ir saltando las piedras, algunas grandes y redondeadas, otras más pequeñas que al pisarlas se movían. Para una niña de ciudad aquel ejercicio no resultaba del todo fácil, por eso me quedaba embelesada observando con cuánta destreza y velocidad lo hacían los niños del pueblo. Pero había que aprender a moverse con soltura, si no, te quedabas atrás… y rápidamente entendí que lo mejor era saltar sobre piedras grandes que eran más estables y nunca pisar las que se encontraban cubiertas con musgo o algas -nosotros le denominábamos “verdina”- porque resbalaban muchísimo.

Siguiendo el sabio consejo de los adultos, también aprendimos a no levantar las piedras porque no podríamos encontrar con alguna sorpresa… ¡Menos mal que nunca llegué a toparme con ninguna culebra!

A mis padres les gustaba organizar días de campo junto al río y, por aquel entonces, en cuanto nos juntábamos varias familias numerosas, se formaba una pequeña muchedumbre de niños. Eran días de baños de agua fría que venía del deshielo de los neveros de la montaña, de cazar ranas, de buscar renacuajos, de realizar competiciones para ver quien lanzaba piedras más lejos, de comer en familia aquellos riquísimos filetes empanados o la tortilla de patatas que las madres habían preparado con tanto esmero. Días de risas y de complicidad… toda una aventura.

Algunas tardes, pasada la hora de la siesta, nos sentábamos en la puerta de la casa, sobre viejas sillas de enea, junto las hermanas de mi abuela, para hacer labor. Ellas nos ensañaban a coser y a bordar con preciosos hilos de colores, los bordados típicos de Lagartera. Mi abuela no nos enseñaba a coser, pero nos narraba históricas fantásticas de su niñez en el pueblo, cuando tenía que subir a la montaña andando junto a sus cinco hermanas y las tormentas les sorprendían… una vez cayó un rayo sobre un árbol junto a ellas; y otra vez quedaron atrapadas en su pequeña casa de campo tras caer una copiosa nevada. Aquella noche debió pernoctar junto a sus hermanas en la desvencijada casa, escuchando los aullidos de los lobos y sintiendo cómo estos rascaban bajo la puerta para intentar entrar en la casa… Mi abuela tenía mil historias para contar y a mi me gustaba permanecer largos ratos escuchándola narrar aquellas historias de su vida transcurridas durante la guerra y la posguerra.

En Candeleda, la escorrentía del agua del deshielo de Gredos corría por las calles. Ahora solo se escucha su murmullo porque los arroyos han sido tapados, pero cuando yo era niña, los arroyos corrían libres y vivos. Entonces, subíamos a la parte más alta de la calle y lanzábamos hojas y flores pequeñas al agua y después corríamos a la par que el agua, para ver hasta dónde las llevaba…

Hoy, paseando por la ciudad de Madrid, me he parado a observar las rejas de una ventana. Estaban sucias, llenas de polvo. Más adelante otras, y a continuación algunas más… todas en el mismo estado. Parece que ya nadie se preocupa de fregar las rejas de las ventanas. Parece que la gente ya no se preocupa por las cosas…

También en el pueblo muchas cosas han cambiado. Las plantaciones de tabaco han menguado, ya no hay canastos con tomates y pimientos para su venta en las puertas de las casas, y la leche se compra en bricks. Aquellas personas maravillosas con las que compartí los veranos de mi infancia ahora me acompañan desde allá arriba y, también, desde los recuerdos. Pero Candeleda sigue oliendo a pimentón de La Vera, sigue rebosando de naranjos en sus calles y de flores de colores no solo en primavera. Y aunque las telarañas cubren la entrada de algunas viviendas viejas, a la vista, abandonadas, he observado que aún las ventanas de muchas casas mantienen bien limpias sus rejas.

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