Políticos irresponsables
Decía Winston Churchill, a quien le tocó lidiar con los peores fanatismos del pasado siglo XX y que vuelven a cobrar fuerza en el XXI, que un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Los hemos visto en España este verano, cuando un desalmado asesinó a puñaladas al pequeño Mateo en Mocejón. Las redes sociales, especialmente ese estercolero llamado X y Telegram, se llenaron de mensajes, también de cargos públicos, deseando que el asesino fuera extranjero, a ser posible magrebí, o español. Por fanatismo. Por ideología. Por resentimiento, que es la raíz psicológica del antiliberalismo como bien definió Ludwig von Mises. A ninguno de estos sujetos le importaban el pequeño Mateo o su familia. Solo tener razón y poder gritar. Dar rienda suelta a su complejo de Fourier.
Afortunadamente, una vez más, nuestra Guardia Civil, a pesar de la precariedad a la que la somete el Gobierno, logró desentrañar el crimen en 24 horas.
El límite de todo lo moralmente permisible se rebasó, al menos para mí, cuando, detenido el asesino al que yo no llamo presunto por ser la presunción un concepto jurídico y haber confesado el crimen el interfecto, desde cuentas vinculadas a un partido político como @herqles, se arremetió contra el portavoz de la familia, Asell, por pedir que no se criminalizase a ninguna raza ni etnia o por haber ido en listas del PP en 2011. Incluso le reprochaban, los que se pasan el día hablando de caridad cristiana, haber ido a ayudar en África. Estos sujetos traspasaron todas las líneas de lo permisible. Sin recibir ningún reproche público de sus jefes, que se sepa. Por tanto, quien calla, otorga. Todo un síntoma de una grave enfermedad moral. Que no solo afecta a la izquierda.