Mossos d’Esquadra: ¿incapacidad o complicidad? Javier Algarra
Parece de chiste. Un fugado de la justicia reclamado por los tribunales entra en España ilegalmente, llega a Barcelona y pronuncia un discurso en las proximidades del Parlament de Cataluña —transmitido en directo por televisión—, para después escabullirse y volver a abandonar el país, sin que los Mossos d’Esquadra sean capaces de detenerle.
Los mandos de la policía catalana habían rechazado el ofrecimiento del Ministerio del Interior para reforzar el operativo con Policía Nacional o Guardia Civil, conscientes de que Carles Puigdemont —sobre el que pesa una orden de busca y captura— tenía intención de presentarse en Barcelona con motivo de la sesión de investidura en la que el socialista Salvador Illa se convertiría en el nuevo presidente de la Generalitat.
Incomprensiblemente, los bien entrenados y equipados policías catalanes no pudieron detener al prófugo, a pesar de tenerle perfectamente localizado y hablando en público a pocos metros de distancia.
El espantoso ridículo que hizo este Cuerpo policial solo puede tener dos explicaciones: o sus agentes son unos inútiles redomados, incapaces de cumplir con su obligación, o fueron cómplices del fugitivo, evitando su arresto o, incluso, facilitando su huida.
Si lo que ocurrió es fruto de la primera hipótesis, esos agentes y sus mandos deberían ser inmediatamente relevados, o incluso el Cuerpo desmantelado, ante su palmaria incapacidad profesional, para dejar que sean policías de verdad los que se encarguen de velar por el cumplimiento de la ley en Cataluña.
Pero si se trata de la segunda posibilidad, entonces esos agentes y sus mandos, al igual que sus dirigentes políticos, deberían ser detenidos para que respondan ante la Ley como cómplices en la comisión de un delito.
Pero, según parece, nada de eso va a ocurrir. En España, la inseguridad jurídica campa sus anchas. El gobierno de Pedro Sánchez indulta y amnistía a sus socios políticos, modifica el Código Penal para beneficiar a personas en concreto y convierte el Constitucional —que es un órgano de garantías— en un tribunal de casación para invalidar las decisiones del Supremo cuando condena a sus amigos. Y permite que un gobierno autonómico, como el de la Generalitat, utilice a sus policías —ya sea por incapacidad o complicidad— para sus enjuagues partidistas.
Perece de chiste, pero no lo es. Es de pena.