Mis pequeños renacuajos
Nos dijeron: esto ha terminado, vayan a las terrazas, disfruten de la vida. ¿Lo recuerdan? Fue al final del sueño del confinamiento. Hicimos lo que se nos pedía: gastar los magros ahorros en unas cervezas y charlar sin tiempo y sin medida. ¡Hace tanto tiempo que no nos veíamos!
Antes del toque general para poblar los bares en su exterior fue aquello de “salimos más fuertes”. Por mucho que miráramos alrededor, nadie estaba más fuerte. Unos con ERTE, otros infectados de pesimismo, algunos tocados por el virus. Todo era decirnos que no pasaba nada. Antes de que llegara la infección: esto serán unos pocos casos. Después del primer zarpazo: esto pasa en unos meses. Ahora, más débiles, más anémicos, con la economía en zona roja, con la imagen nacional triturada, estamos en una de esas épocas aciagas de la España apesadumbrada. Otro 98. Pero en los discursos públicos todo son dientes blancos y pieles bronceadas, el cobre del verano. El metal del rico en septiembre es ese tono entre rojo y tostado.
En el discurso público nos han tratado, no siguen tratando, como niños. El mal contemporáneo es la inmadurez. Y sobre palabras infantiles no se puede construir ningún esfuerzo colectivo, ninguna empresa que pretenda recuperar lo perdido. Negaron la crisis y vino con su cruda dentadura de hierro. Niegan la áspera realidad de una economía diezmada, para dibujar un panorama de colores vivos que nada tiene que ver con lo que a diario vivimos todos, usted yo, nosotros. Mis pequeños renacuajos, según el poder. Una España subsidiada que pide dinero a Bruselas en cada crisis, como si fuera incapaz de valerse por si misma. Como si no supiéramos que un esfuerzo titánico solo es posible si quien dirige la nación reconoce la gravedad de las cosas, organiza los sacrificios y establece los trabajos. Empezando por sí mismo. Pero hemos sido una España de vacaciones y terrazas. Eso nos dijeron. Ahora vuelve la realidad.