Son el orgullo de una nación, la argamasa con la que está construido un país diverso en sus miembros y unido por el único corazón que late en su cuerpo. Ellas son España: las catalanas Aitana Bonmatí, Ona Batlle, Laia Codina, María Pérez y Alexia Putellas; las madrileñas Jennifer Hermoso y Claudia Zornoza; las vascas Oihane Hernández e Irene Paredes; la castellanomanchega Alba Redondo; la aragonesa Salma Paralluelo; la murciana Eva Navarro; las mallorquinas Mariona Caldentey y Cata Coll; la canaria Misa Rodríguez; las andaluzas Olga Carmona, Rocío Gálvez, Irene Guerrero y Esther González; la gallega Teresa Abelleira; la cántabra Athenea del Castillo y las valencianas Enith Salón e Ivana Andrés.  

Son las campeonas del mundo. Pero no solo en un deporte como el fútbol, sino en la demostración de que las mujeres ocupan un lugar por derecho propio. Su gesta en el Mundial de Australia y Nueva Zelanda debería ser suficiente para zanjar, de una vez por todas, el debate acerca de las diferencias masculinas y femeninas en cuanto a derechos sociales, laborales o económicos. Hombres y mujeres son biológicamente diferentes —y ese es el milagro de la existencia, del amor, el sexo, la maternidad, la paternidad y la pervivencia de nuestra especie—, pero son exactamente iguales como ciudadanos.

Nuestras campeonas del mundo son también el bálsamo necesario para sacudir de nuestra sociedad el complejo a la hora de enarbolar nuestra enseña nacional, que es el símbolo de unión entre la Cataluña de Xavi, Puyol, Piqué, Busquets, Valdés, Capdevila y Fábregas; la Asturias de Villa; la Andalucía de Sergio Ramos, Marchena y Navas; la Valencia de Albiol; las Canarias de Silva y Pedro; la Navarra de Llorente y Javi Martínez; el Madrid de Casillas, Reina y Torres; el País Vasco de Xabi Alonso; o la Castilla de Arbeloa, Mata o Iniesta.

Ellos lo demostraron en el Mundial de Sudáfrica de 2010. Y ellas nos lo han venido a recordar en 2023. No permitamos que una polémica como la de Rubiales venga a empañar el orgullo que nos han hecho sentir.