Hundidos los salarios por la inflación, este verano hemos gastado un dinero que se depreciaba a la velocidad con la que devora camarones un cargo sindicalista del sur. Enfrentado a la ruina, Sánchez tiene preparada una estrategia: repartir más subvenciones, o al menos pregonar su intención de hacerlo, que luego en los trámites el dinero nunca llega. Tiene intención, así mismo, de salir a la calle para convencer de que todo se debe a la guerra, al cambio climático, a los negacionistas, a la derecha. Para reforzar su mensaje ha ordenado a la guardia pretoriana sindical que forme piquetes para culpar a los empresarios de la merma salarial y del coste de los productos básicos. Para animarles, la ministra Yolanda ha repartido entre su tropa peronista veinte millones de euros. Para que reformen las sedes, para unos trabajos de limpiar la fachada y pintar el interior.

Ya tenemos el cuadro de honor de los culpables, de las fuerzas de la reacción. Ya tenemos activada la respuesta callejera. Yolanda encarnará el acto patético de la dama compungida por la recalcitrante actitud de los patronos. A este teatro solo le falta un pueblo obediente, temeroso, macerado por el terror de una catástrofe climática. Una masa de descamisados que suspira por una ayuda, para no pagar el tren de cercanías, o comprar esos diarios que parecen un supermercado de ideología de bajo coste. Y usted, lector, debe decidir si asiste impasible al espectáculo de Yolanda y Pedro, esa función de pedronismo que busca, a toda costa, mantenerse en el poder, que es el tema central de esta obra a la que vamos a asistir en los próximos meses.

Dicen que Sánchez está acabado. No lo creo. No puedo creerlo del hombre que quiso ganar la secretaria de su partido con una urna llena devotos falsos, del que fue defenestrado y resucitó de entre los socialistas, del que utilizó la pandemia para lanzar un asalto a la democracia. Su modelo no es Maduro sino Perón, Perón rodeado de un grupo de espiritistas y traficantes de cadáveres.