Desgraciadamente, la sociedad española ha sustituido la razón y la ciencia por las emociones y el cientificismo. Vivimos en una democracia emocional en la cual la solvencia intelectual, el estudio, la reflexión o la excelencia son mal vistas. Pese a que los medios ofrecen casi continuamente reportajes en los que se recomiendan nuevas formas de gestión de los recursos humanos basadas en la motivación o en los cuales se afirma que se premia la creatividad, lo cierto es que, sin una formación sólida, sustituyendo los conocimientos por la soberbia típica del mediocre, el futuro que se abre a las nuevas generaciones es poco esperanzador.

La Ley de Educación del gobierno de Pedro Sánchez sumada a la nueva Ley de Universidades, acabará por expulsar del aula el mérito, la capacidad y la excelencia.

Así, en las universidades serán los alumnos los que elijan el temario y exámenes. Los requisitos para ser rector van a ser eliminados. La universidad será irremediablemente infantilizada. Convertida, como ha sucedido con los colegios e institutos, en un gran parque de atracciones y talleres. En cuanto a primaria y secundaria, Sánchez ha decidido que no hay que estudiar los números romanos. Tampoco le gusta la regla de tres. Quizá porque no tiene perspectiva de género. La historia de España anterior a 1812 desaparece también del temario. Sin conocer el pasado es imposible comprender el presente y muy sencillo ser víctima del autoritario.

Con esta perspectiva, ¿cómo van a competir nuestros jóvenes en un mundo globalizado? Porque la realidad es que el estudiante universitario español peleará por una posición laboral con el joven británico, alemán, estadounidense o indio. La escuela y la universidad serán una gran fábrica de frustración. Acaso porque en el resentimiento, como señalara en su día Ludwig von Mises, se encuentra la raíz del antiliberalismo.