Un verano sofocante
Este verano ha sido uno de los más abrasadores en años. Las temperaturas extremas y el aire pesado han marcado el ritmo de nuestros días, como si el propio sol no diera tregua. Sin embargo, el calor no se ha limitado solo al clima. En el ámbito político, hemos vivido bajo una presión igualmente asfixiante, como si las decisiones políticas se hubieran cocido a fuego lento en una atmósfera densa e irrespirable.
Un ejemplo claro ha sido la reciente y escandalosa vuelta de Carles Puigdemont a territorio español. Mientras el país observaba, lo que podría haber sido una operación decisiva para hacer cumplir la ley, se convirtió en un auténtico teatro de la desvergüenza. No hubo ninguna “operación jaula” para asegurarse de que Puigdemont fuera llevado ante la justicia. Todo lo contrario, se paseó impunemente por el país, protegido por los siete votos que necesita Sánchez para mantenerse en el poder. Pero el colmo llegó cuando, sin ningún reparo, se plantó en Barcelona para dar un discurso político. ¿Dónde estaban los Mossos d'Esquadra para detener, en el acto, a este prófugo que, con descaro, anunció sus movimientos y cumplió con cada uno de ellos?
Fue como si, en pleno agosto, nos hubieran obligado a quedarnos bajo el sol del mediodía, sin una sombra bajo la que refugiarnos. Una burla directa al Estado de Derecho, una demostración flagrante de que, bajo este gobierno, las leyes pueden retorcerse al antojo de aquellos que deberían ser juzgados. Es como si el país estuviera atrapado en una ola de calor interminable, incapaz de encontrar alivio.
Mientras nuestras propias fracturas internas se profundizan, desde el otro lado del Atlántico, el caos en Venezuela sigue enviando ecos que resuenan en nuestras calles. Las elecciones en ese país han generado tensiones aquí en España, especialmente entre la comunidad venezolana que reside en nuestras ciudades, que observa con preocupación cómo el régimen se perpetúa en el poder. Sin publicar las actas oficiales y bajo el pretexto de obedecer al Tribunal Supremo de Justicia, que está completamente controlado por el propio régimen, la situación venezolana es una farsa que muchos en el exterior vemos como una dictadura. No es de extrañar que este escenario también tenga repercusiones en nuestro propio debate político, donde figuras como Zapatero, se han convertido en cómplices de la dictadura chavista. Tras las elecciones en Venezuela, su silencio abrasador, como una ola de calor que se niega a disiparse, no es más que una señal de su complicidad, un respaldo tácito a un régimen que sigue desmantelando la democracia.
En este contexto, resulta inevitable poner el foco en Sánchez, quien ha convertido su mandato en un auténtico espectáculo de autocomplacencia. Mientras el país se consume en conflictos internos, como el alarmante aumento en la llegada de inmigrantes en plena crisis migratoria o el caos cotidiano en las cercanías y trenes de alta velocidad durante los meses de verano, los enfrentamientos y tensiones internacionales con Argentina a la cabeza, los problemas no dejan de acumulársele. La falta de aprobación de presupuestos año tras año, sumada a la larga lista de casos de corrupción que rodean al PSOE — como el caso Koldo, el escándalo del hermano de Sánchez, la creación de la famosa Ley de Amnistía que beneficia a los implicados en el caso de los ERE, quienes han defraudado a España más de 800 millones de euros o el caso Begoña Gómez, su esposa — ponen en evidencia a un Sánchez que parece más interesado en defender su permanencia que en gobernar con responsabilidad. Las decisiones cruciales se posponen, las respuestas claras brillan por su ausencia, y España se encuentra dando tumbos al ritmo de su ‘NO’ agenda personal. Es como si estuviéramos atrapados en un verano interminable, con un liderazgo que no nos proporciona ni un respiro de frescura o claridad. Es indignante ver cómo la nación entera está siendo arrastrada por los vaivenes de su propio ego, en lugar de avanzar hacia una solución firme y estable.
Y mientras muchos españoles se esfuerzan por llegar a fin de mes, luchando por ahorrar lo suficiente para una modesta semana de vacaciones, nuestro presidente disfruta de su segundo retiro de 25 días este verano. Parece haber olvidado que su deber no es complacerse a sí mismo, sino gobernar un país que necesita urgentemente soluciones. España merece más que este abandono, y es hora de que lo exijamos. Porque, aunque el calor termine por ceder, las cicatrices de esta dejadez política podrían quedarse con nosotros mucho más tiempo.