Cacerías

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Hasta que besó a la campeona ante las cámaras de la televisión mundial, a Rubiales le sobraban los motivos para ser defenestrado como responsable de la Federación de fútbol. A Rubiales le ha ocurrido como a Al Capone, que fue enviado a prisión por defraudar a la Hacienda de los Estados Unidos, y no por su rastro interminable de crímenes y sangre. Rubiales recuerda también a Somoza, del que un presidente norteamericano dijo: “es un hijodeputa, pero es nuestro hijodeputa”. A Sánchez, Rubiales le ha sido un peón útil hasta la hora del beso.

De nada sirve argumentar que fue consentido. Eso valdrá para el caso de que la señora Hermoso le ponga una denuncia ante los tribunales. Esa demanda la ganaría Rubiales, por eso es improbable que la señora se plante ante la oficina judicial para poner el caso en manos de los jueces. El beso no habría tenido ningún precio para Rubiales si no hubiera sido Rubiales el que lo daba, si previamente no se hubiera sopesado los genitales, si no le hubiera puesto la mano encima a la reina, si no hubiera ido preguntando por ahí de qué color llevan las señoras la lencería, si no hubiera pagado orgías con dinero público.

A Rubiales no le habría pasado nada si hubiera pedido disculpas en la hora siguiente a la euforia, en lugar de llamar tontosdelculo a los que le afearon el abrazo y la intimidad corporal. El pecado de Rubiales es la soberbia de pensar que era intocable. La misma soberbia que comparte con su amigo Pedro Sánchez, porque salvo algunas formas, parecen cortados en el mismo patrón. Lo más llamativo del caso es que muchos de los que han vociferado contra Rubiales son los que crearon el monstruo. Recuerdan a aquel personaje de Muerte entre las flores, de los Coen, que después de abrirle el cráneo a un sujeto con un atizador, con la cara llena de sangre y restos de masa cerebral, gritaba: “ética, aquí lo que hace falta es más ética”.

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