El verano del cohete

El verano del cohete

Por David Cantero, periodista y presentador de Informativos Telecinco 

“Ignition sequence start... Six, five, four, three, two, one, zero… All engines running... Lift off! We have a lift off!” … 

Esas apasionadas y apasionantes palabras en inglés, que entonces no entendía, me fascinaban por completo, me hechizaban, me hacían dar un brinco, me sacudían como un relámpago. Ese ritual de la cuenta atrás y la secuencia de ignición de los motores del cohete anunciaba que algo muy grande, muy emocionante y peligroso estaba sucediendo. Aún hoy me erizan la piel. 

Aquella vieja carrera espacial de los 60 marcó por completo mi infancia y mi adolescencia, de algún modo imprimió una pátina espacial e indeleble a toda mi vida. Las dos han transcurrido en paralelo durante más de seis décadas. Desde el lanzamiento del primer satélite o el primer ser humano en aventurarse en el oscuro espacio o la llegada a la Luna, hasta la actualidad, hasta este tiempo en el que los nuevos retos tienen mucho más que ver con la rentabilidad del turismo espacial que con aquel romanticismo aventurero, tan arriesgado y tan peligroso. En gran medida, la conquista del espacio está ahora en manos de empresarios, de visionarios multimillonarios, de selectos emprendedores que miran a las estrellas soñando con infinitas oportunidades de negocio.  

Aquella vieja y heroica batalla que disputaron soviéticos y estadounidenses fue absolutamente fascinante, todavía más a los ojos de un niño, ese que aún habita en mí y que ahora es testigo de los nuevos capítulos en la escalada espacial con, entre otras, las naves Dragon de SpaceX, la primera compañía espacial privada en poner una tripulación allí arriba, algo impensable hace unas décadas cuando la NASA era tan todopoderosa.  

Hubo un tiempo en que la carrera por pisar la Luna y plantar una bandera en su polvorienta superficie gris, era un asunto de vital importancia a todos los niveles en la Tierra. 

En cierto modo todo empezó cuando la Unión Soviética lanzó con éxito en 1957 el “Sputnik”, aquel primer y arcaico satélite artificial que yo buscaba ver pasar, como una lenta y pequeña estrella en el cielo de las noches de verano. Poco después los norteamericanos lanzaron el “Vanguard”, luego llegó el vuelo de la perrita Laika, el primer ser vivo en viajar al espacio y el primer cadáver que nos dejó esa conquista. Más tarde el chimpancé Ham se convertiría en el primer ser vivo en interactuar con los mandos de una nave espacial, no sólo viajó en ella, de algún modo la pilotó. En fin, todos aquellos impresionantes hitos, esas inmensas e insólitas aventuras, se producían una tras otra a la vez que yo llegaba y empezaba a habitar en este mundo. En 1961, un mes después de mi llegada, el cosmonauta ruso Yuri Gagarin viajaba al espacio exterior en la nave Vostok. Poco antes yo “aterrizaba” con éxito en esta esfera azul. Él se convirtió en el primer ser humano en viajar por el Cosmos, el primer gran héroe que dio una vuelta a la Tierra, sólo una, y yo me convertí en un pequeño habitante de un mundo que sigo sin comprender demasiado bien.  

Todas esas viejas y fascinantes primeras aventuras siderales ocurrieron mientras yo crecía. Más de seis décadas después nos hemos acostumbrado a subir y bajar mucho más fácilmente y casi siempre con éxito al espacio, a las sondas que viajan a lo más profundo del cosmos y orbitan alrededor de los planetas y sus lunas o se posan en asteroides, a los robots que deambulan sobre la superficie de Marte, a los cohetes reutilizables y capaces de hacer aterrizajes verticales, a tener allí arriba una gigantesca y eficaz estación espacial en la que siempre habitan algunos humanos,  y también miles de satélites en diferentes órbitas, tantos que ya representan un serio problema para la navegación, una ingente cantidad de basura espacial aunque sean artilugios imprescindibles en nuestras vidas.  

 

Yo tenía ocho años y aquel fue posiblemente el verano más emocionante de mi vida. Vivía en un pueblecito de Ávila, de noche apenas había contaminación lumínica y el cielo estaba siempre repleto de estrellas. El 16 de julio de 1969 el gigantesco cohete Saturno V despegó rugiendo de Cabo Kennedy, con Armstrong, Aldrin y Collins a bordo rumbo a la Luna, a 400.000 kilómetros de distancia. El 19 de julio, Houston anunciaba que el Apolo 11 entraba en el campo de gravitación lunar y comenzaban los preparativos para el gran momento.  Armstrong y Aldrin entraban en el Eagle para descender y alunizar, mientras Collins les esperaba en órbita en la infinita soledad del Columbus.  

Los retrocohetes suavizaron el descenso, esquivaron las enormes rocas y un cráter inesperado, hasta que finalmente el LEM, el módulo lunar, se posó lenta y suavemente en el Mar de la Tranquilidad. En España ofrecieron las imágenes sobre las tres de la mañana y mi padre, que era aviador, se encargó de despertarme con tiempo de sobra para no perderme el mayor espectáculo del mundo. Neil Armstrong abrió la compuerta, bajó la escalerilla y pronunció su legendaria frase: «Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad». Luego le siguió su compañero Aldrin. Estuvieron sobre la Luna 21 horas, 36 minutos y 20 segundos, y puedo asegurar que yo estuve allí arriba con ellos todo ese tiempo, incluso más. Yo no quería regresar, yo conquisté la Luna a su lado, con mi infinita imaginación de entonces y sin necesidad de demasiada tecnología, en una gran nave de cartón en la que dibujé escotillas, palancas e instrumentos. 

Seguí con absoluto entusiasmo cada una de las misiones Apolo, las seis misiones que alunizaron con éxito y aún más la que no lo consiguió, el más agónico e inmenso lance vivido en el espacio tras aquel inquietante mensaje lanzado desde el Apolo 13: “Houston, tenemos un problema”. Me apasionó y me apasiona la historia de cada uno de los programas espaciales que permitieron esas proezas, los primeros vuelos supersónicos en aviones cohete como el X-15, después el Mercury, el Gemini, el Apolo-Soyuz, la gloriosa era de los transbordadores, los nuevos proyectos de esta era super tecnológica.  

Desde 1972 ningún ser humano ha viajado más allá de las órbitas más bajas terrestres. No hemos regresado a la Luna, pero pronto lo haremos, el ser humano retomará esa postergada conquista y lo hará con una tecnología infinitamente superior a la de entonces, podremos ver todo en alta definición, con todo lujo de detalles, no en blanco y negro con las interferencias de entonces. Muy posiblemente será una mujer la que dará ese nuevo primer paso sobre la superficie selenita. 

 

Me he hecho muy mayor antes de poder asistir a ese prometido regreso a la Luna con el programa Artemis de la NASA, pero todo esto vuelve a conmoverme profundamente, como cuando era un chaval que soñaba con ser astronauta. Esa será la llave que abrirá la puerta del planeta rojo, que dará al ser humano la posibilidad de traspasar la próxima frontera con la conquista de Marte. No sé si llegaré a verlo, posiblemente no, pero sueño intensamente con poder revivir la emoción de aquel verano del cohete de mi infancia, sueño con poder volver a pisar el fantástico y fantasmagórico territorio de la Luna.

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