Luna y Semana Santa
Cada día cuando cae el sol, emerge la luna. Y emerge majestuosa, magnética y misteriosa detrás del océano, asomando entre las crestas recortadas de las montañas, las dunas del desierto o las siluetas del skyline de las ciudades que tapizan la Tierra. La luna baña con su luz y su oscuridad, cada rincón del planeta. Y es la misma para todos: para los ciudadanos chinos enjaulados en sus propios domicilios en la ciudad de Shanghái que aúllan de forma desgarradora ante la inhumana medida frente al Covid-19 adoptada por el Gobierno de Xi Jinping; para los soldados el ejército ruso de Putin, asesino y genocida; para el pueblo de Ucrania que padece el terror de una invasión cruel y esperpéntica, resistiendo como puede, sobreviviendo a duras penas, o escapando de la barbarie cuando puede. El astro nocturno es testigo silencioso de las atrocidades que se siguen cometiendo cada día en Afganistán, en Venezuela, en Sierra Leona… aunque tales atrocidades ya no encuentren espacio en las páginas de los diarios, en las televisiones, o en las radios.
No obstante, el mundo sigue girando.
Cuando llega la primavera, la luna cobra especial importancia para los cristianos, ya que en función de sus fases, se ajusta el calendario de la Semana Santa. La noche en que Jesús de Nazaret fue prendido en el Huerto de Getsemaní, la luna llena alumbraba el cielo y la tierra. “No había una nube. […] La luna llena, inmóvil, guardaba la noche en el centro del cielo. Los olivos retorcidos recortaban sus sombras sobre la tierra. Por el oriente, aparecieron unas nubes que atravesaron con prisa el cielo y ocultaron pronto la luz lechosa de la luna. Las tinieblas cubrieron el huerto, la vieja prensa de aceite, los cuerpos dormidos.”
Y, así fue cómo en el I Concilio Ecuménico de Nicea en el año 325, se acordó que la Semana Santa se celebrara el primer domingo de luna llena después del equinoccio primaveral (próximo al 21 de marzo). Al principio, se tuvo en cuenta que no coincidiera con la celebración de la Pascua Judía, pero con el paso del tiempo se fue perdiendo esa costumbre en Occidente.
Hoy, dos mil años más tarde, los cristianos continuamos rememorando la Pasión de Cristo, su muerte y Resurrección. La luna sigue siendo testigo silencioso y cómplice de los sentimientos profundos de millones de personas que siguen saliendo a las calles y plazas de pueblos y ciudades para manifestar su devoción, su amor y su respeto por aquel hombre que, con el sacrificio de su brutal padecimiento, quiso salvar a los hombres.
Esta primavera, tras dos años sin poder celebrar el fervor por las calles, por causa de la pandemia, las procesiones han podido volver a recorrer nuestros pueblos, y los costaleros a llevar sobre sus hombros las pesadas andas de unos pasos que rememoran la Pasión de Cristo, acompañados de hileras de capiruchos, luces prendidas en cirios, aroma de incienso, silencio, tambores y cornetas, solemnidad, túnicas de raso y seda, flores, escudos romanos, estandartes cristianos, pies descalzos y corazones desnudos, y al alba alguna saeta. Al paso de la silueta de Jesús clavado en la Cruz, lágrimas de emoción; y el Domingo de Resurrección, victoria de luz sobre las tinieblas y esperanza renovada.
Pero el mensaje de la Semana Santa no debe ceñirse a la temporalidad de siete días, sino que es una lección de vida. ¿De qué nos sirve, entonces, revivir esos sentimientos que nos llevan a compartir el dolor de la Cruz y la liberación de la Resurrección, si están huecos y son caducos?
Cada día cae el sol y la luna sigue emergiendo. Los hombres seguirán siendo los peores enemigos de los propios hombres, ya sea en Shanghái, en Rusia, en Ucrania, en Afganistán, en Venezuela, en Sierra Leona… El mundo seguirá girando, pero cada Viernes Santo, al mirar al cielo, nuestra silenciosa cómplice, pletórica y llena, volverá a iluminarnos.
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