El premio de la traición

El premio de la traición

 

Roma no paga traidores.” ¡Si Viriato levantase la cabeza…! El mundo evoluciona, la sociedad avanza, pero el hombre sigue siendo el mismo ser genial, imperfecto, generoso, ruin, leal o traidor… en su esencia más profunda, desde el origen de los tiempos.

Cada cual es como es y, probablemente, esa forma de ser de cada cual sea una mezcla derivada de aspectos genéticos o biológicos, de experiencias vitales, de educación y de cultura. Lo que sí debemos tener claro es que existen buenas y malas personas. Y así es desde que existe la humanidad.

La ecuación se complica cuando las sociedades llegan a un estado en que no solo consienten la maldad, sino que además la premian. Es más que probable que cada lector conozca algún caso en primera persona: el típico compañero “trepa” que no duda en pisotear a los demás por escalar un puesto en una empresa o en una institución, el conocido manipulador que logra mover los hilos a su antojo sin ningún tipo de escrúpulos para conseguir sus propósitos a pesar de que no sean lícitos o éticos, etc., etc. Pero entre todos los casos posibles, el traidor es el más vil. Y lo es porque se aprovecha de la cercanía y la confianza que le han sido depositadas para vender a su “presa” bien por treinta monedas, bien por un beneficio personal o bien por un puesto político.

Decía el preclaro Edmund Burke en sus reflexiones sobre la revolución francesa que “para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”. Y hoy, por desgracia, cada vez con más frecuencia, los buenos no hacen nada.

Sin duda, la mejor arma contra la traición es la justicia. Y la justicia existe. Seguramente no será políticamente correcto expresar incredulidad en la justicia de los hombres porque, construida por ellos, puede ser igual de imperfecta, sesgada o interesada. Cristo fue juzgado por los hombres y condenado a la Cruz. Si embargo, existe otro tipo de justicia muy superior de carácter divino que en verdad es justa y como tal, tarde o temprano acaba sembrando sus valores y preceptos.

Si los hombres buenos no hacen nada es porque, tal vez, no sean tan buenos. No obstante y, a pesar del inmovilismo de una sociedad que mira para otro lado en demasía, el traidor no debe confiarse, porque cada Judas tiene sus treinta monedas pero también, un árbol y una soga esperándole.

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