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La condena del Fiscal General

La condena del Fiscal General

Una de las ventajas de nuestro sistema legal es que todos los ciudadanos cuentan con garantías jurídicas que les amparan, incluso cuando tienen pleitos contra la administración.

Para ello, el artículo 301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que “las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral”. Se trata de mantener la discreción del proceso, para garantizar así la presunción de inocencia de la persona involucrada. Porque, si su nombre y circunstancias judiciales se aireasen, correría el riesgo de ver en entredicho su honor y buena fama, antes de que se hubiera aclarado cuál de las partes es responsable de la disputa.

Un motivo habitual de discrepancia puede ser, por ejemplo, el desacuerdo entre un contribuyente y la Agencia Tributaria. La Hacienda pública puede reclamar el pago de una cantidad que considera devengada, pero no declarada. Y el afectado está en su derecho a demostrar que no ha incurrido en fraude, presentando la documentación que así lo acredite. Llegado el caso de que no se alcance acuerdo entre las partes, deberán ser los tribunales los que determinen cuál de ellas tiene razón. Solo en el caso de que se dicte una sentencia condenatoria, se podrá afirmar que el individuo en cuestión ha cometido una irregularidad. Es de justicia, por tanto, que se preserve su buen nombre mientras eso no ocurra.

También puede darse la circunstancia de que, una vez dirimido el conflicto, se  determine que el afectado —ya sea por mala fe, o simplemente por error o descuido— haya incurrido en impago. En ese caso, deberá abonar la cantidad en disputa, además de la multa y los intereses de demora correspondientes, con lo que quedará zanjada la cuestión.

Es lo que le ocurrió, por ejemplo, a Máxim Huerta, que tuvo que afrontar el pago exigido, puesto que la Justicia no le dio la razón en su reclamación. Una vez abonada esa cantidad, el tema debe quedar liquidado, sin mayores consecuencias. Por eso, es injusto que, años más tarde, se viera obligado a dimitir de su cargo de ministro, apenas siete días después de haber tomado posesión, ante la acusación de que había pretendido defraudar al fisco.

Otra variable que puede producirse es que, con actitud intimidatoria, la Agencia Tributaria amenace al contribuyente con males mayores si no acepta el acuerdo de reconocerse culpable y proceder al pago exigido, a cambio de no enfrentarse a una reclamación de superior cuantía y penalización. Muchos ciudadanos optan por aceptar el trato para evitar enfrentarse a la maquinaria de la Administración, aún a sabiendas de que la reclamación no se ajusta a derecho. Estaríamos hablando de extorsión cometida por la parte que se aprovecha de su prevalencia. Un inspector de Hacienda —cuya identidad mantengo en el anonimato amparándome en el artículo 20 de la Constitución— me ha confesado conocer algún caso de ese tipo.

Valga esta reflexión tras la condena del Fiscal General del Estado por revelación de secretos. En espera de conocer los detalles de la sentencia, todo parece indicar que utilizó información sensible, a la que tuvo acceso en virtud de su cargo, para perjudicar políticamente a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, porque el sujeto en cuestión era su novio. Esa circunstancia impidió que Alberto González Amador pudiera disfrutar de las garantías jurídicas que nuestro ordenamiento otorga a cualquier ciudadano.

Es de justicia que Álvaro García Ortiz haya sido condenado a inhabilitación. Lo que resulta incomprensible es que se haya mantenido en su cargo, a pesar de sentarse en el banquillo como encausado. Eso nos hace sospechar que algún superior le ordenó filtrar esos datos confidenciales y que le mantuvo en el puesto sin destituirlo —y conminándole a no dimitir— para que sirviera de cortafuegos y evitar así que pudieran salpicarle posibles responsabilidades.

 

 

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