El nuevo Muro de la Vergüenza

El nuevo Muro de la Vergüenza

Se cumplen treinta y cinco años de la caída del Muro de Berlín. Fue el 9 de noviembre de 1989 cuando una torpeza del portavoz del Politburó de la RDA, Günter Schabowski, desencadenó una avalancha de berlineses que se precipitó hacia los pasos fronterizos, desbordando a los agentes y pasando al sector occidental.

El desmantelamiento del Muro de la Vergüenza supuso la reunificación de las dos Alemanias, el fin de la Guerra Fría y, poco más tarde, la desaparición de la Unión Soviética. Pero, la destrucción de esa muralla de hormigón —en contra de lo que defienden algunos románticos— no fue obra de una alegre muchachada de jóvenes progresistas con flores en el pelo, sino fruto de la actuación política de cinco grades personajes: el líder soviético, Mijaíl Gorbachov; el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan; la premier británica, Margaret Thatcher; el líder del sindicato Solidarnosc, Lech Walesa; y el Papa Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtyla.

El mérito indiscutible de ese hecho histórico recae en las políticas de Glásnost y Perestroika que Gorbachov, consciente de la falta de libertades y la inoperancia del sistema comunista, llevó a cabo para propiciar un cambio de régimen. Los grandes líderes occidentales no dudaron en tenderle la mano. Fue denostado en la URSS, donde le llegaron considerar un traidor, pero aplaudido por el mundo libre, que le otorgó el Premio Nobel de la Paz.

La Unión Europea ha condenado, como regímenes asesinos, al nazismo y al comunismo. Los fascismos han desaparecido de la faz de la Tierra, pero el comunismo sigue vigente en Cuba, en China, en Corea del Norte y, en cierta medida, en Venezuela. Y hasta en España hay partidos que lo defienden, levantando el puño, cantando La Internacional, conservando sus siglas y símbolos, y justificando en sus ideales los crímenes terroristas de ETA.

Ya va siendo hora de que derribemos ese nuevo muro, el de la intransigencia, el revanchismo y el negacionismo de una sangrienta historia. Si nadie discute la barbarie del holocausto nazi, tampoco debe justificar los cien millones de asesinatos de los comunistas o los crímenes cometidos en su nombre en gulags y checas. 

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