Imprimir esta página

A mi hijo Santi

A mi hijo Santi

 

Era un 6 de septiembre con canícula de agosto. Me pusieron una bata verde y me hicieron esperar en una salita, tan cerca de tu madre que la podía escuchar. Apenas había terminado el Rosario, irrumpiste en el paritorio con tu llanto recio y tus piernotas largas. Cinco minutos después, te agarraste con tu manita a uno de mis dedos como si me conocieras de siempre, como si nunca nos hubiésemos separado. Y me estremecí de felicidad.

Llegaste como deberían llegar todos los niños a todos los hogares del mundo, en todo tiempo y lugar: con unos padres enamorados de ti. Echándote de menos desde el día de tu concepción. Rezando para que fueses el regalo de Dios que eres. Llegaste para cambiarnos por dentro y para hacernos más fuertes y mejores. Para saber dónde reside la verdadera virtud. Para comenzar una nueva vida, más auténtica y real.

Éste es el artículo que te debía desde entonces. Pero quizá nunca como hoy he comprendido los planes de Dios hacia nosotros. Tú, con tu santa inocencia, con tu sinceridad brutal, con esa fuerza tan inmensa. Con tus trastadas sin fin. Con tu risa y con tus llantos, con tus besos de caramelo que siempre nos saben a poco. Tú, hijo mío, con tus abrazos eternos y a la vez fugaces que te dejan caliente el corazón para bastantes horas. Tú y tu presencia única, incomparable.

Ojalá pudiese transmitir a otros padres que aún no lo son, y a esos otros que nunca lo serán, lo que significa tener un hijo como tú. Poner palabras a tu mirada limpia y sincera, a tus ojos llenos de luz y de vida. Describir tu risa a borbotones, música de sinfonía celestial, catarata de alegría. Cómo podría resumir tus arrebatos de felicidad, el modo como juntas las cabezas de tu madre y la mía para darnos las gracias a tu manera. Siempre, todo a tu manera.

Tantos niños en el mundo carecen del amor entregado e incondicional de sus padres...Y luego crecen, y se hacen mayores con ese agujero inmenso en su interior. Con un hueco imposible de rellenar. Tú, Santi, nos tenías embobados desde antes de existir. Creciste dentro de mamá con tus padres cantándote nanas y dando gracias al Cielo. Esperándote con paciencia, muertos de ganas de tenerte. Hoy no podríamos dar ni un solo paso sin ti.

Éste es el artículo que te debía desde el día en que naciste. Aquel día de agosto en septiembre cuando me agarraste el dedo con tanta fuerza que no parecías un recién nacido. Aquel día que buscábamos tu libro de instrucciones y temíamos no estar a la altura. Pero mamá siempre supo lo que había que hacer. Y tú has crecido fuerte y sano. Y ahora te miro, tan alto y tan feliz, y pienso que no merezco un regalo de Dios como eres tú. Realmente, nadie lo merece.

Gracias por existir y por haberme hecho mejor en todo. Gracias por enseñarnos lo que es la bondad. Gracias, hijo, por tu limpieza de corazón. Eres el Cielo en la Tierra.

Visto 750 veces